"Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo"

L. Wittgenstein

Ejemplos de comentarios de texto


Cuerpo presente
Federico García Lorca.


Ofrece las mayores oscuridades del poema: hay en él versos herméticos, impenetrables. En pausados alejandrinos blancos, Lorca franquea la entrada a connotaciones muy personales. Los tres primeros cuartetos alojan una meditación sobre la losa donde yace el cuerpo de Ignacio. La piedra, asociada con la muerte en la estampa anterior, es vista aquí como una dura frente que aprisiona los sueños, insensible, brutal. A nada ofrece sustento: no cría u hospeda agua en sus concavidades; ni siquiera crecen en su piel los árboles fatídicos, los helados cipreses. Sólo soporta sobre ella al tiempo que pasa destructor: lo conduce en su espalda (invirtiendo la imagen de Cronos portador del mundo), en medio de millones de lágrimas, que forman árboles al derramarse encima, y de otros símbolos desolados: las cintas de las coronas mortuorias, las estrellas plateadas de los ornamentos fúnebres.

            La piedra es temible; el poeta ha visto cómo las lluvias corrían hacia el mar, agitando sus brazos de agua, acribillados, rotos en gotas, para evitar su captura por las rocas, que las quebrantan sin ejercer la piedad de empaparlas. Hace estéril, o lo es, todo lo que atrae: las simientes –condenadas a la infecundidad por la parábola si caen sobre la piedad-; los nublados, que ni bien ni mal harán; las alondras, que salen de la espesura vegetal para dejar en ella sus esqueletos; los anocheceres, que como lobos la recorren. Nada vivo, hermoso o creador nace en ella: no sonidos, ni cristales, ni fuego. Sólo sirve para hacer plazas.¿Las de toros? Parece que no: el nombre del lugar de la tragedia desencadena en Federico su polisemia menos grata: plazas de hierática piedra –tan distintas a las pequeñas, íntimas plazas que él amó-, y plazas sin muros, abiertas a toda desolación. ¿Son algunas de ellas baluartes para la guerra, para la muerte? Se trata de un verso enigmático.

            Ignacio, épicamente nombrado, yace sobre la hosca piedra. El endechador clama tal fatalidad con un desplante. Y, en seguida, su capacidad metafórica se dispara otra vez. Está ahí, mirémoslo. El cadáver se ha tornado amarillo; y el pañuelo que le sujeta las quijadas y se anuda en el pelo, remata en los dos cuernos del lazo que convierten la cabeza en la de un misterioso y torvo minotauro.

            Todo ha terminado; Ignacio es ya inerte objeto a la intemperie, juguete de los elementos: el agua le penetra por la boca, mientras el aire, abandonando su pecho, lo deja hundido. También se ha ausentado el Amor que reinó en él; aterido de dolor y de llanto, ha ido a refugiarse en las cumbres de dominio donde habitan los enamorados y cálidos toros homicidas.

            En la cámara mortuoria, el poeta desbrida su congoja. Alguien habla confusamente. Pero sucede un silencio con olor de hospital y de sepulcro. El velatorio contempla un cuerpo que tuvo perfiles netos y fue habitado por alegres ruiseñores; ahora está carcomiéndolo la muerte. ¿Ha ocurrido ese movimiento imperceptible del sudario? Miente el que lo dice, ya no cabe esperanza. Todo el mundo debe guardar silencio: ni cantos, no lloros, ni alardes, ni conjuros. El poeta exige a los veladores inmovilidad absoluta: sólo ojos redondos por el estupor, para contemplar ese cuerpo que, pues nunca vivió con sosiego, jamás descansará.

            El endechador se dirige ahora a los hombres de hombría, a los de dura voz, domadores de caballos, dominadores de todas las fuerzas. A quienes, cuando camina, les suena el poderoso esqueleto y les relumbra la boca cuando cantan y les fulguran los dientes-pedernales. El endechador es débil ante ellos, pero el dolor le ha dado fortaleza para desafiarlos, se siente superior. Y los provoca: a ver si su poder resiste la visión de este cuerpo que ya no puede gobernarse. Ellos, que nada encuentran invencible, deben saber qué salida dar a este héroe, a este capitán por siempre inmóvil.

            Esos hombres, de potentes recursos, conocerán cómo lograr un llanto enorme, digno de Ignacio, como un río melancólico y hondo, cuyas aguas pueda surcar el cadáver, y perderse, y olvidar el doble resuello –¿por qué doble?- de sus matadores. Ese río, al atravesar la luna -¿su reflejo?- le hará perderse en ella, que es también, como la taurina, una plaza redonda, y que, en su cuarto creciente, simula ser un tímido y dulce y triste toro quieto. Que, abandonado a la corriente, el cuerpo continúe su viaje, para perderse en las aguas oscuras y silenciosas de los peces mudos, en la maleza formada en sus orillas por las nieblas congeladas de aquel fúnebre río de llanto.

            El poeta sale de su desvarío y mira: ¡que nadie cubra el rostro de Ignacio!; ha de familiarizarse con su muerte. Por primera vez la endecha se dirige a él: que se ausente, que no oiga más el bramido de los toros, que escape y descanse. Porque, definitivo consuelo, hasta el mar, lo más inmortal de lo perecedero, muere. (El mar de Judea está muerto. Pudo Federico pensar en él. Tal vez no, pero cree comprender esa muerte). En la noche profunda de calma chicha, a las orillas del Mediterráneo, lo ha oído expirar muchas veces. Su respiración, lentísima, va extinguiéndose, y hasta el leve chapoteo en la arena calla. Hay un último, angustioso estertor, seguido de un largo silencio. Las estrellas suspenden su parpadeo. Ya no alienta. Después, un cansado y débil trajín vuelve del horizonte invisible.




Donde habite el olvido
Luis Cernuda


            Toda la obra poética de Luis Cernuda se organiza también en el libro único La realidad y el deseo, como sucede en la de Jorge Guillén. Pero Cernuda concibe su obra así por motivos muy distintos a los de Guillén: lo que unifica La realidad y el deseo es la trayectoria biográfica, la continuidad moral, y no, como sucedía en Guillén, la voluntad de escribir un libro único. El estilo de Cernuda conoció fugaces pasos por la poesía pura y el surrealismo. Pero muy pronto prevalece en él lo que varias veces se ha llamado su neorromanticismo: una expresión de temas personales que se produce en un estilo sencillo, de escasas imágenes y versos libres. De ello es buen ejemplo este poema, que pertenece al libro del mismo título.

            Es éste claramente un poema de amor, aunque hable de la posibilidad de olvido. El amor aparece como contraste necesario y terrible entre opuestos: en forma de oposición a “amor” hallamos el sintagma “ángel terrible”, que es, en puridad, una antitesis; del mismo modo que se oponen “acero” y “ala”; “gracia aérea” y “tormento”. Esta concordancia de opuestos es una vivencia clásica del amor, por mucho que en Cernuda pueda identificarse con la índole peculiar de suyo.

            La primera parte de este poema está compuesta por cinco versos métricos: un heptasílabo, un endecasílabo, un heptasílabo y dos alejandrinos, que forman una conjunto vagamente parecido a la lira. Los fragmentos restantes no pueden ser calificados como estrofas sino como agrupaciones de sentido, mientras que los versos ya no buscan ninguna regularidad métrica y algunos se acercan a la dilatación extrema del versículo. Nos hallamos, por consiguiente, ante un poema en verso libre.

            Por los demás el poema tiene una estructura unitaria, más bien unívoca, sin partes que se diferencien claramente: el mensaje es claro desde el principio hasta el final, y así lo refleja el hecho de que el primer y el último verso sean iguales.

            Una emisión de voz humana que tiene un protagonista explicito: “yo”, en el verso 3. Es ese pronombre personal, precisamente, el que se impone como punto de vista absoluto. La unidad viene subrayada además por los deícticos que salpican el texto –“donde”, “en”, “donde”, “sobre”, “allá”, etc.- y le confieren esa obsesión por precisar el lugar físico donde se quiere ¿morir?, ¿vivir en soledad absoluta? Entre esos deícticos que jalonan la secuencia textual, los numerosos “donde” producen un efecto de anáfora mitigada. Y la unidad del poema queda, por último, sellada al repetir finalmente, como un eco, el verso inicial: “donde habite el olvido”. Adviértanse dos ecos menores:”ausencias/ ausencias” (vv.19-20) y “allá, allá” (v 21).

            Que el poema es un ejemplo de la experiencia vital del autor, del tono neorromántico, de su lenguaje poco retórico, poco entregado a deslumbra al lector con imágenes sorprendentes es palmario. Cernuda prefiere la expresión sencilla del olvido del tiempo: “Donde mi nombre deje/ Al cuerpo que designa en brazos de los siglos”; sin hallazgos líricos, tanto adjetivales como sustantivos, extraños o poco habituales: “En esa gran región donde el amor, ángel terrible./ No esconda como acero/ En mi pecho su ala,/ Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento”.; o llena de profunda ternura, nada tópica aunque tan frecuente: “Ausencia leve como carne de niño”. Sin embargo, también se deja notar la influencia surrealista de libros anteriores en algunas imágenes más crípticas, más oníricas o irracionales, aunque sin perder la consonancia con el tono y el mensaje uniformes del poema: “Donde habite el olvido./ En los vastos jardines sin aurora” o “Memoria de una piedra sepultada entre ortigas/ Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios”.
           
            Pero el hecho de amor es aquí más complejo todavía. Amamos, en realidad, aquello que hemos imaginado y somos víctimas de nuestros propios fantasmas cruelmente corporizados, tal significa “este afán que exige un dueño a imagen suya y sometiendo a otra vida su vida”. El amor es dominación, esclavitud y exclusividad: “sin más horizonte que otros ojos frente a frente”.

            De ahí el tono desesperado del poema que halla su apoyo en un verso de G. Adolfo Bécquer en la rima LXVI. Es la vívida imagen de Bécquer la que suscita esa necesidad de describir el paisaje de la desolación y del olvido, como una suerte de anti-Paraíso terrenal. En cambio, la expresión “cielo y tierra nativos en busca de algún recuerdo” ofrece un contraste evidente con lo comentado anteriormente. Son muchos los poemas del autor, sobre todo posteriores a éste, en que se encuentra la presencia vivificante de la infancia, del recuerdo del pasado, de la felicidad natural.

            En suma, un ejemplo excelente de la poesía cercana aunque exigente en lo artístico, experimental, moral de Luis Cernuda; conjugadora de las formas de vanguardia de su época y de la poesía clásica española y con la influencia clara de su romanticismo atemperado que jamás puede cansar al lector.